Esta Columna, pese al título, no trata de autos ni esquemas económicos. Menos de ropa ni de personas que la exhiben. Se trata de otra cosa. De una frase que, hace años, se usaba para referirse a lo nuevo, lo reciente, lo flamante.
¿Se acuerda el Lector cuando comenzó su primer trabajo? Seguramente Ud., como varios que están leyendo estas líneas, alguna vez fue el empleado más joven en la empresa, con los beneficios y las cargas que esa calidad implicaba. Durante un tiempo Ud. fue “último modelo”. Hasta que, sin aviso, llegó alguien más joven a quitarle el título, disputarle los beneficios y discutir los pesos que venían con esa calidad. Pero ser “último modelo” tiene muchísimas variantes. No se agota en ser el más reciente contratado. También puede serlo el egresado más joven de la promoción, el profesor más joven del colegio, los padres más bisoños entre los apoderados o el artista más reciente en el escenario. Puede ser, también, el primer profesional de la familia, el matrimonio más joven del grupo o la mamá más nuevita en la consulta. En todos esos casos, y muchos más, ser el último modelo llama la atención. Se espera mucho del último modelo. Las miradas están pendientes de las innovaciones que estrenará, de las primicias que vienen con su flamante llegada y, algunos, esperarán los equívocos y yerros que su inexperiencia puede provocar. El último modelo tiene, siempre, mucho que demostrar.
Hasta que se deja de serlo. Como alguien dijo, eres joven hasta que se te pasa. Al igual que en los automóviles, en la ropa o en aquellos que la exhiben, los años pasan, pesan y… pisan. Entonces, cuando se deja atrás la condición de modelo más flamante, se ingresa a la categoría de lo masivo, de lo común y lo normal. Se comienza a ser un igual a tantos otros. Pero esa nueva calidad tiene sus ventajas. En la masa no se notan tanto los errores, hay mucho menos que demostrar y siempre se puede ser parte del promedio. Mantenerse en el centro de la curva es ventajoso. Nadie se fija en el promedio, sino en los extremos. A menos que se sea uno de aquellos que, por inadvertencia, no asumen su nueva condición y se comportan como si todavía tuvieran la lozanía, la juventud y las formas de antaño. Aquellas que visten la moda de sus hijas, y aquellos que lucen una cabellera químicamente azabache. Pero los modelos “enchulados” se notan. Nunca volverán a ser lo último. Se advierte en ellos el desgaste, el atraso en la modernidad y el pertenecer a temporadas anteriores.
Entonces, ¿qué se puede hacer ante el avance inexorable de los últimos modelos?
Es simple. Aspirar a convertirse en un modelo clásico. Uno de aquellos que, pese a los años, sigue generando admiración y comentarios positivos. Asumido, sin temor a los últimos modelos, conocedor de la valía de la experiencia y la templanza de la madurez. Puede que el Lector, ahora, pertenezca a este grupo. Que ahora sea el más antiguo de la empresa, el que ha vivido, y superado, varias crisis y que no cae en pánico al primer contratiempo. Puede que sea la mamá por cuarta vez, el cantante más próximo a su gira de despedida, o el “little black dress” que nunca pasa de moda. Un clásico vale por sí mismo. No simplemente por la acumulación de años, sino de experiencias, que las tiene de sobra, pero no las exhibe ni presume a cada rato. Un clásico se distingue por sus formas, porque fija pautas que permanecen. Como aquellos libros que perduran siglos y han visto desfilar miles de novedades perecederas. Como aquellas canciones que no mueren por el tiempo ni la ausencia. Como aquellos que saben distinguir entre lo nuevo y lo novedoso y no se angustian ante el cambio, que saben permanente.
Todas estas baratas reflexiones a propósito de un reciente aniversario de nacimiento. Cumpleaños, que le dicen. Que, como se sabe, a partir de cierta edad no se celebran sino más bien se conmemoran. Y se ve pasar los años como eso que le ocurre a los otros. Porque, recordando que, alguna vez, se fue un último modelo, hoy se aspira a convertirse en un clásico.