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“Una democracia de clientes no es una democracia más que en el papel”

En “¿Hay que desmantelar la democracia liberal?” Marcos Aguirre Silva nos muestra el frágil engranaje de la democracia y los desafíos que enfrenta. “Así como la democracia antigua duró un poco más de cien años, dándole paso a los imperios, lo mismo puede pasarnos a nosotros”, precisa (por Mario Rodríguez Órdenes)

Marcos Aguirre Silva es doctor en filosofía por la Universidad de Chile.

Encuentros circunstanciales, que tienen algo de magia, permiten, a través de los libros, establecer vínculos con las personas. En las postrimerías del régimen militar tuve la ocasión de entrevistar al filósofo Humberto Giannini (1927 – 2014). Me recibió en su casa, en el sector Oriente de Santiago donde tuvimos una distendida conversación al calor de una taza de café. Hombre cálido, Giannini estaba preocupado por el reencuentro entre los chilenos que se avecinaba después de la dictadura. Tenía esperanzas en el proceso, pero sabía que no sería fácil. Había leído deslumbrado “La metafísica eres tú. Una reflexión ética sobre la intersubjetividad” (Catalonia, 2007). Años después un maravilloso libro, “Humberto Giannini, filósofo de lo cotidiano” (LOM, 2016) editado por Marcos Aguirre Silva y Cecilia Sánchez me permitió reencontrarme con Giannini. Marcos Aguirre Silva, doctor en filosofía, acaba de publicar un interesante artículo, “¿Hay que desmantelar la democracia liberal?”, que permite seguir el diálogo, en estos momentos cruciales para Chile.

Marcos, ¿qué explica la crisis democrática contemporánea?

“Creo que es difícil decidir cuál es ’la’ crisis. Si por crisis entendemos un punto de quiebre, un momento en el que no es predecible el resultado de cierta configuración de problemas, habría que hablar probablemente de muchas crisis ubicadas en diversos planos de esa efímera realidad política que llamamos democracia. No olvidemos que la democracia es una construcción política moderna que se relaciona con el paradigma antiguo, en Grecia, más que nada por cierto parecido de algunas instituciones –ciertamente muy importantes–, pero que mantiene con la versión antigua diferencias probablemente más importantes aún –el paso de la democracia directa a la democracia representativa, por mencionar la más evidente. Que la democracia ateniense siga siendo en muchos sentidos un paradigma admirable no debe hacernos olvidar que ella fue, históricamente hablando, muy breve. Por eso hablo de la democracia como un sistema político efímero. Suele situarse el origen de las modernas democracias en los procesos de la modernidad temprana, en algún lugar próximo a la Ilustración. Pero se olvida que las democracias en ese momento, si puede hablarse de democracias, son todavía regímenes políticos muy excluyentes y los derechos están circunscritos sólo a una parte menor de la ciudadanía. Así, hablando en términos generales, podríamos decir que eso que entendemos hoy por democracia remite a unos regímenes políticos que se fueron formando a lo largo del siglo XX, contemporáneamente a la colonización de medio planeta por las ‘democracias’ europeas. Lo que estoy planteando es que la democracia no es una realidad cuyo concepto pueda darse por descontado y, en esa medida, tampoco puede pretenderse dar con ‘la’ crisis de ella.

Pero es cierto que, a partir del derrumbe del bloque socialista liderado por la URSS, a fines de los ‘80’, se inició una secuencia insólita de desarrollos económicos, tecnológicos, filosóficos y políticos que de la euforia por el triunfo de ‘la libertad’ fue pasando rápidamente al cansancio, al escepticismo e incluso a la desesperanza. Por lo tanto, hablar de la crisis de la democracia supone hoy hablar de las razones que han llevado a estos sentimientos instalados por doquier en Occidente”.

¿Supone una decepción de las expectativas de quienes en los 80′ pasaron de regímenes dictatoriales a regímenes democráticos?

“Sí, es posible que las expectativas respecto de la democracia hayan estado un poco infladas, como si el advenimiento de un régimen político liberal –elección de autoridades, voto secreto, separación de poderes, etcétera – se fuese a transformar rápidamente en la solución de los problemas sociales más acuciantes, hablamos de la salud, la vejez, el empleo, la educación, etcétera. Lo peor es que se entendió el régimen democrático en un sentido exclusivamente formal, lo que fue inducido además por las propias fuerzas políticas que lideraron el paso a la democracia, las que ante el temor de un retroceso autoritario desmantelaron las formas de participación política masiva que habían impulsado el cambio de régimen, colaborando así a la clientelización de las relaciones entre sociedad y Estado”.

Algo preocupante…

“Claramente, porque una democracia de clientes no es democracia más que en el papel.  No son lo mismo las exigencias públicas de los ciudadanos que las denuncias de los clientes. El fracaso de las democracias para resolver las precariedades de nuestras sociedades convierte a los ciudadanos clientelizados en escépticos de la democracia. No se ve ya la democracia como el comienzo de la solución, una solución que depende de nosotros, sino como un instrumento que después de todo era inútil.

Sólo que, digámoslo, la democracia no es un instrumento, ni algo que puede ser útil o inútil, sino una forma de vida, una manera de sentir y de pensar, una manera de estar con los otros que nos rodean. La democracia, dicho en otros términos, no es meramente un régimen político. Sí, también es un régimen político, pero no se reduce a eso”.

 Desencanto a la democracia

Marcos Aguirre Silva es doctor en filosofía por la Universidad de Chile, y forma parte del claustro del doctorado Detla, en la Academia de Humanismo Cristiano. Entre sus libros ha sido coeditor de “Humberto Giannini, filósofo de lo cotidiano” (LOM, 2010) y de “Reflexiones sobre la política y cultura en Latinoamérica. Marcos García de la Huerta, lecturas y deslecturas” (LOM, 2016).

Marcos, ¿qué peligros representa que nuestra democracia elitista haya perdido apoyo?

“Bueno, así como la democracia antigua apenas duró un poco más de cien años, dándole paso a los imperios, lo mismo puede sucedernos a nosotros. Lo que nos jugamos es demasiado. Los sistemas políticos autocráticos, que comienzan a brillar con una fuerza no menor en las fantasías de mucha gente, dependen enteramente de la voluntad de la cúspide. La democracia es la única que pone en la base misma de las instituciones públicas a los ciudadanos. No en tanto que fuerza disponible, sino como lugar de la legitimación. Es la única que pone lo público a resguardo de su secuestro privado. Eso es lo que queda en peligro cuando lo que nos decepciona es la democracia misma y no la falta de democracia”.

¿Algo que sucedió en la transición chilena después de la dictadura?

“En los inicios de la transición se instaló una concepción puramente formal de la democracia. Es esta la que rápidamente se volvió elitista, o si quieren, desde un comienzo operó de esa manera. Y no se puede negar que tuvo sus logros. Pero la concepción de la democracia como un mero régimen político, como una estructura burocrática de poderes en manos de expertos profesionales, rápidamente les pasó la cuenta. Entre otros muchos fenómenos asociados, me gustaría destacar uno especialmente pernicioso: la ceguera colectiva de las elites, su convencimiento de que lo tenían todo claro, digamos la arrogancia que se instaló allí. En este punto recuerdo la teoría de la anaciclosis, de Polibio, una teoría caída en el olvido ya, pero muy sugerente. Las aristocracias, según esta teoría, se convierten en plutocracias y ante los abusos cometidos por los ricos las masas se sublevan. Algo de eso ha sucedido en nuestro país. La advertencia de Polibio es que el caos producido por la democracia resultante de la sublevación llevará de vuelta a la dictadura. En definitiva, el gran peligro al que nos expone el desencanto con la democracia es abonar el terreno para la reinstalación de formas autocráticas de gobierno”.

¿Es partidario del desmantelamiento de la democracia liberal?

“Bueno, en otra parte he defendido la tesis de que la democracia liberal no es algo que pueda ser puesto simplemente al lado de otras variantes de la democracia –la democracia socialista, por ejemplo, o la “verdadera” democracia, etcétera.  Más bien, hay que entenderla como una forma temprana de manifestación política que resulta de variadas luchas en pro de la expansión de derechos a círculos cada vez más amplios de la población que ocupaba los territorios en los que ella se fue desplegando. Todo lo que hoy nos parece algo obvio fue alguna vez objeto de luchas. Pienso en el derecho a trabajar donde uno quiera, por ejemplo, o el derecho a desplazarse por el territorio de un Estado, o el derecho a juntarse con otros para perseguir los más diversos objetivos, a criticar el poder, a no creer en las leyes, a creer o no creer en una religión, etcétera. La llamada ‘democracia liberal’ es simplemente el nombre para referirse a ese movimiento expansivo de reconocimiento de libertades o, lo que es lo mismo, reconocimiento de derechos a los ciudadanos. Por cierto, ese movimiento se traduce en un conjunto de leyes fundamentales que definen el régimen político de las democracias contemporáneas y, si bien sus deficiencias están a la vista, cabría preguntarle a quienes con tanta soltura intentan desmantelarlas si consideran seriamente la posibilidad de sustituir la separación de poderes por la implantación de una estructura burocrática unitaria que legisle, juzgue y dirija los asuntos de gobierno sin contrapesos; o si piensan sustituir la elección de autoridades por su designación desde una cúpula fija –¡Vamos!

Es necesario superar en muchos sentidos la democracia liberal, pero esto no significa desmantelarla, por el contrario, significa asumirla como el piso mínimo para una forma política democrática. No confundamos la democracia liberal con el neo-liberalismo. Este último es solo una variante tecnocrática del liberalismo, no constituye su forma esencial”.

¿Qué supone ir más allá para mejorarla?

“Creo que uno de los supuestos más importantes para una profundización democrática es contar con una ciudadanía democrática. No se trata solamente de una cosa de encuestas y números, como cuando se dice que ‘un porcentaje importante de la ciudadanía manifiesta su adhesión a la democracia’. Desde luego que ya eso no sería poca cosa, pero una ciudadanía democrática no es sólo una que dice apoyar la democracia. No bastan declaraciones o respuestas a una encuesta. Por eso decía que la democracia es una manera de vivir, una manera de estar con los otros. No depende sólo de las leyes y las constituciones, depende sobre todo de una cultura democrática, de una manera de habitar el mundo. Estamos muy lejos de eso todavía. Pensar el ‘más allá’ de la democracia liberal supone encontrar una diferencia, una línea demarcatoria que permita distinguir entre el más acá y el más allá. Yo he recurrido al concepto de lo público, de la tradición teórica que defiende el concepto de democracia participativa (Habermas, Fraser y, en general, la “teoría crítica”). De acuerdo con esta perspectiva las sociedades contemporáneas han devenido tan complejas que el sistema político es en la actualidad solamente un subsistema junto a otros como la economía, la ciencia, los sistemas jurídicos, etcétera. Pero esos sistemas están montados sobre algo cuya plasticidad no se deja absorber enteramente en ellos. Ese algo es la interacción cotidiana, la ‘comunicación de pasillo’, como la caracterizó irónicamente Luhmann en alguna parte. En ese concepto, según lo veo yo, se pueden cruzar lecturas y tradiciones teóricas muy diversas y aparentemente inconexas. Pienso en la ‘acción recíproca’ de Simmel, o en la ‘propagación imitativa’ de Tarde, en las ‘tácticas’ de Michel de Certeau, en el ‘socius’ de Latour. Todos estos conceptos aluden a las formas y dinámicas de un acontecer sobre el cual las estructuras sistémicas se estabilizan y de cuyo devenir se alimentan sin agotarlo. Hay toda una disputa teórica sobre cómo designar eso que se agita como acontecimiento allí. Pero para responder a su pregunta, pienso que todas esas líneas de trabajo aportan la idea de un lugar decisivo para las luchas por una profundización y ‘mejoramiento’ de las democracias realmente existentes. Poniéndolo en palabras simples, creo que el mejoramiento de la democracia no consiste en el mejoramiento de las instituciones políticas que se estabilizaron luego de la Revolución Francesa. Un autor que ha puesto esto de manifiesto es el historiador francés Pierre Rosanvallon Según él, ya en los primeros momentos de la Revolución Francesa aparecieron prácticamente todas las críticas que se han ido reiterando posteriormente en relación con el problema de la representatividad. Pero sin negar que hay espacio para mejoras en este aspecto, esa vía estaría más bien agotada. Según él, en lo que no hemos avanzado nada es en la democratización del ejercicio del poder democrático. La vía de profundización de la que estamos hablando descansa en la convicción de que fuera de los aparatos de Estado existen instanciaciones de lo público tanto y más decisivas que las que habitan estos aparatos. Pensemos solamente en el papel de las formas de organización feministas en las últimas décadas, o en las potentes denuncias de la violación de derechos humanos por parte de los familiares de los desaparecidos. Mi tesis y la de algunos colegas con los que hemos trabajado estas cuestiones es que la profundización de la democracia tiene que tener lugar en lo público, en la ‘sociedad’ no entendida como lugar de intercambios económicos entre privados, sino, parafraseando a Rancière, como lugar de lo que no tiene lugar”.

Marcos Aguirre fue coeditor de “Humberto Giannini, filósofo de lo cotidiano” (LOM, 2010).

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