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¿Y SI SUSPENDEMOS LA PRUEBA? por Juan Carlos Pérez de la Maza

¿Se acuerdan de aquellos tiempos escolares en que discurríamos estrategias para lograr que el profesor suspendiera una prueba? Desde súbitas y localizadas pandemias que afectaban al curso entero, fallecimientos trágicos de varios parientes cuyo duelo solidario impidió estudiar a todo el curso, ofrecimiento voluntario de numerosos alumnos para ir a donar sangre justo ese día, repentina falla del sistema de multicopiado del colegio, presencia fulminante y “espontánea” de roedores en la sala de clases, justo antes de iniciar la prueba, hasta otras astucias tanto o más creativas. La inteligencia humana, puesta al servicio de la flojera, era formidable. Los exámenes, las interrogaciones, las pruebas y cualquier otra instancia evaluativa, activaban todas las alertas y ponían en marcha diversas maniobras evasivas.

Es que casi es una regla que los alumnos no gusten de las pruebas y a nadie podría sorprender constatar algo así. Lo que sí es asombroso es verificar que aquellos que están en el otro lado de la relación de enseñanza aprendizaje, los docentes, los directivos, las autoridades educacionales, también estén en la misma actitud elusiva en torno a las evaluaciones.  Digo todo lo anterior a propósito de que, una vez más, nos enteramos que el gremio de los docentes, además del Ministerio de Educación y otros incumbentes parecidos, estén intentando suspender la aplicación de una de las evaluaciones más importantes con que cuenta nuestro sistema educacional, el SIMCE.

Si bien pudo haber sido razonable y justificado suspender o hacer una aplicación parcial de esta medición en los dos años anteriores, cuando muchos escolares asistían a clases remotas, sólo disponían de guías o concurrían esporádicamente a los Establecimientos debido a la pandemia y a las alteraciones a que nos sometió, la situación actual es diferente. Hoy, cuando casi todos estamos de acuerdo en impulsar la plena normalidad en las distintas áreas sociales, resulta incongruente sostener que el Sistema de Medición de la Calidad de la Educación no sea aplicado.

Los argumentos dados por quienes impulsan la suspensión del SIMCE, fundamentalmente el Ministerio y el Colegio de Profesores, coinciden en señalar que estas pruebas provocan agobio en los estudiantes, ya suficientemente abatidos por las exigencias propias del sistema. Someter a los estudiantes y a sus respectivos establecimientos educacionales a numerosas evaluaciones, dicen algunos profesores, causa desazón, estrés y fatiga en el alumnado. Además, en palabras de un personero del gremio docente, estás pruebas “profundizan la brecha entre la educación pública y la privada”. O sea, interpretando al docente, la diferente calidad de la educación privada y pública se debería a las pruebas que la constatan. Como si la culpa de la fiebre la tuviera el termómetro que la mide. En ese camino argumentativo, si queremos eliminar la brecha que existe en la calidad de los dos sistemas educacionales, debemos dejar de medirlo. Y, como por arte de magia, la brecha desaparecerá.

Las evaluaciones, debieran saberlo quienes estudiaron pedagogía, son el mejor indicador del grado de avance de un proceso. Una evaluación, si es pertinente, tiene calidad técnica, es coherente y está alineada con el currículo, podrá reflejar las habilidades y conocimiento de los estudiantes y permitirá ratificar, redireccionar o modificar las estrategias de enseñanza de cada establecimiento. Si no evaluamos, llegaremos al término del proceso y, sólo ahí, nos enteraremos si se lograron los objetivos propuestos, Y si no… ya será demasiado tarde.

Por esto, habría que recordar con nostalgia aquellos tiempos en que, como alumnos, veíamos venir la prueba inminente y, con ingenio digno de mejor destino, concebíamos la manera de eludirla. Pero esos éramos adolescentes, niños aún. Que, sin duda, no es el caso de las autoridades del Ministerio ni los próceres del gremio, ya crecidos, que debieran saber que la vida, cada tanto, nos somete a pruebas más difíciles que la aludida. Y que la educación, como instancia formativa, debiera contribuir a prepararnos para rendirlas y superarlas. Y no para eludirlas. El ingenio y la creatividad argumental de algunos debiera ser puesto al servicio del aprendizaje. No al revés.

Juan Carlos Pérez de la Maza

Licenciado en Historia

Egresado de Derecho

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