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Aníbal Jara: hombre anfibio

Nada menos que en la Academia Chilena de la Lengua, le correspondió a Aníbal Jara contestar el discurso de ofrecimiento de don Rodolfo Oroz, al hacer entrega de los premios otorgados a los periodistas por su labor profesional. Pero al hablar en nombre de los agraciados y del suyo, su discurso se distanció violentamente de los cánones preestablecidos para esta clase de ceremonias, en que la mesura del lenguaje y la discreción de las opiniones le dan un ribete de especial solemnidad.

Los venerables doctores en letras tienen que haber sufrido esa misma desazón del lord inglés, al conocer la intención de la reina de Inglaterra de condecorar a los Beatles, cuando escucharon la pieza oratoria de Aníbal Jara. Quizás no me equivocaría al suponer que si ellos hubiesen conocido la respuesta de los periodistas, se habrían abstenido de asistir a esa estirada ceremonia.

Aníbal Jara nació en nuestra casa periodística. Fue de la flota de los reporteros de don Vicente Ignacio Rojas, don Armando Jordán, Virginia Rojas  Gatica. Era la época de los «para tipos», cuando don Tobías Pimentel dejaba colgar sobre su nariz sus anteojos con marco estañado, don Darío Pavez le daba color a la parte comercial con su eterna alegría de buen vividor y Carlos Iturriaga S., concurría con esmoquin para cubrir la «Vida Social».

Aníbal Jara el provinciano alto, enjuto, de sonrisa abierta en que sus blancos dientes le daban mayor sombra a su tez indiana. En el campo intelectual caminaba paralelamente con Domingo Melfi Demarco, pero, mientras éste se miraba como un narciso en la fuente de sus especulaciones, Jara era una especie de madrépora tropical en donde se encallaban los barcos del ensueño de la juventud. En provincia y especialmente en aquellos años, estos hombres como Jara, hacían un enorme bien al espíritu de las nuevas generaciones. Sabía comprender al romántico y al sentimental. Supo del aroma enervante de un manojo de violetas y sabía perdonar a aquel que perdía el cielo porque, en el contubernio del valor y de la cobardía, se suicidaba por una mujer.

Víctor Barberis, Oscar Jara Azócar, Antonio Rocco del Campo, Luis Cifuentes Sepúlveda, Armando Ulloa, Mario Brack, Custodio Olave Vergara y tantos otros supieron de su mano amiga, y más que eso, sintieron sobre sus hombros el empuje del hermano por aquellos caminos con música de la tierra y luz sideral.

Después partió y ya no lo detuvo nadie. Gozó de aquella aureola de los que siguieron a don Eliodoro Yáñez en sus inquietudes periodísticas. Su seudónimo de «Ayax» se impuso en el panorama diarístico, y gozó de aquella etiqueta de «grand monde» al salir fuera de Chile. A su regreso, la chismografia nocturna de la vida santiaguina, sostenía que había vuelto otro Aníbal Jara.

Ahora , distinguido con los ansiados premios de la prensa, nos encaja un discurso con tanto sabor provinciano, llano, puro, limpio como una aurora de primavera, en donde hay perfume de capullos y luz incierta de un crepúsculo en la llanura inmensa y verde.

– «Yo soy un hombre anfibio»

Así empieza su respuesta. Ese solo pensamiento en esa ceremonia tuvo que haber chocado como un cuadro futurista metido de contrabando en un clásico salón oficial.

Y todas sus palabras van cayendo una a una, como pinceladas maestras de un artífice, en la época en que la simplicidad y lo sincero del tema inmortalizó la línea y le dio jerarquía a la composición, despejada de retruécanos efectistas.

– «La verdad es que por naturaleza soy un hombre campesino, un hombre rural…»

Y a renglón seguido agrega: «Casi estoy de acuerdo con la Iglesia Católica cuando afirma que el derecho de propiedad es un derecho divino. ¿Por qué este proyecto de la Reforma Agraria está agitando tanto a los espíritus?».

El periodista se va al campo que ha comprado. La suprema esperanza de tantos hombres, y toma un terrón que debe haberlo levantado con la beatitud de un sacerdote que alza la hostia y dice: «¡Esto es mío!».

Y su corazón se abre al ver los insectos, «inocentes criaturas» y les dice: «Ahora yo soy vuestro dueño, y podéis comer de todo en este pedazo de suelo».

La pluma del periodista ha aterrizado y la entierra, mejor dicho la sepulta en eso que es suyo y deja que flote su espíritu en ese mundo «poblado de pájaros y de grillos, los murciélagos escriben garabatos sobre su casa, y en el embrujo del anochecer sobre los cerros comienzan a asomar los brazos de la Cruz del Sur».

Y cuando los honorables miembros académicos deben haber estado agradablemente horrorizados del giro de su discurso, con un pincelazo brutal sobre el óleo del ensueño, los vuelve a la  realidad, a esa realidad propia del periodista que le permite ser un hombre anfibio, pero, si es verdad que su profesión le conceda esa dualidad de vida, entre el ideal y la materia, tampoco no es menos cierto que sus reacciones son las de un hombre normal y es enternecedor que allá, en sus terrones, que son suyos, en su «ambiente de la más pura ruralidad», cuando todo es «tan inocente, tan dulce, tan sencillo», la voz de una mujer, con la frialdad de cuartel que permite la legalidad hogareña, lo despierta, como el crepitar de una linotipia al sufrir un desperfecto en el momento en que se está escribiendo un delicado verso:

– «Hijo es hora de entrar, está haciendo frío.»

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