En los últimos días hemos observado como la Seguridad Pública y el crimen organizado han copado la agenda pública. La mayoría de los diagnósticos que abordan la problemática la asocian a variables económicas y sociales, como la inequidad social y/o la desigualdad que impiden a ciudadanos y ciudadanas alcanzar condiciones de mayor igualdad y mantienen en ellos, un sentimiento de injusticia o privación relativa. Aunque la inequidad económica y la desigualdad son factores relevantes, no pueden por sí solos explicar el crimen y la violencia.
Si bien el crimen organizado es un fenómeno multidimensional y transnacional; su origen, dinámica, modos de acción y espacios para su desarrollo están estrechamente vinculados con las características y particularidades de cada sociedad. Así se torna relevante abordar esta problemática no como un fenómeno foráneo e implantado en nuestras sociedades, sino que más bien, como un actor político, social y económico que nace bajo el alero de nuestra sociedad y que es parte de ella, y de sus interacciones.
La pregunta que debiésemos formular entonces es cómo promover entre la ciudadanía valores, actitudes y practicas compartidas que fortalezcan el Estado de Derecho, es decir, el consentimiento y aceptación de la ciudadanía sobre el orden político imperante. El respeto de la leyes y normas no sólo por el mero hecho de su existencia, sino más bien por el valor que estas representan y los efectos que producen: confianza y cohesión social.
El combate a la corrupción y a la impunidad es posible, siempre y cuando exista un Estado comprometido en dicha tarea. Este no solo debe propender a generar resultados en la gestión política de problemas y conflictos, sino que además responder a las expectativas de la ciudadanía, que exige con más fuerza acciones creíbles, eficientes, competentes, transparente, justas y correctas. La mirada no solo se dirige a la ley, sino que también al ejercicio del poder, que debiese estar orientado por una cultura de la legalidad o de las consecuencias.
El problema está en que hemos sido testigos en los últimos años como instituciones relevantes de nuestro orden político se han visto afectas por la corrupción e impunidad. Al parecer, el incumplimiento de la norma o capacidad de negociar la Ley abre espacios para la complicidad estatal. Si tenemos un Estado negligente o cómplice, que no solo es capturado por los grupos u organizaciones criminales, a través de la corrupción a funcionarios públicos, sino que, además, el mismo Estado promueve por medios de decisiones y acciones, la vulneración del imperio de la Ley y el principio de igualdad; justamente, es el Estado de Derecho el que se empieza debilitar.
El argumento es simple: la corrupción a nivel individual o micro (por ejemplo, evadir el pago de algún servicio) como a nivel institucional o macro (financiamiento ilegal de la política), impacta en los niveles de confianza y en la percepción ciudadana respecto del desempeño del Estado y la eficiencia y eficacia en cuanto a servicios prestados y demandas ciudadanas.
En este escenario se torna urgente promover una ética política, una formación práctica que contribuya al discernimiento respecto del comportamiento y la acción – individual y colectivo- en el régimen político democrático, en situaciones de la vida cotidiana, y en la resolución de los conflictos. La promoción y ejercicio de una Cultura de la Legalidad implica, por tanto, aspectos normativos y prácticos respecto de la función pública, entre ellos, el principio de integridad, transparencia, responsabilidad y rendición de cuentas, todos, conducentes a favorecer la gobernanza y el buen gobierno. Sólo así podremos afirmar que la cultura de la legalidad no es solamente un mito.
Carla Vidal
Directora del Programa de Magíster de Políticas Públicas y Procesos Socioterritoriales
Facultad de Ciencias Sociales y Económicas
Universidad Católica del Maule