- Por extravagantes que puedan parecernos figuras como el reelecto Donald Trump en EEUU, Meloni, Le Pen o Weidel en Europa, Milei o Kast en América latina, en fin, cualquier expresión de la fascistización objetiva del mundo –uno que se licúa de cara a la extrema derecha y sus prédicas supremacistas– lo cierto es que, y no es una tesis para nada original, lo que se evidencia es el fin de un cierto tipo de democracia, al menos tal y como las conocíamos en su versión ultraliberal.
No se trata del derrumbe del sistema democrático en sí mismo, sino que comienza a sintonizar a escala global con el autoritarismo despótico y la tachadura de lo alterno, ahora sí y con Trump a la cabeza de este grupo, de manera definitiva. Y el peligro es enorme; y Palestina puede ser barrida del mapa completamente. Y todos los pueblos disidentes/perseguidos del planeta, también. Son las nuevas democracias del odio.
- En este sentido, una característica de este “novel formato” es la sistematización política del odio mismo. Éste dejaría de ser un simple sentimiento o emoción individual y pasa a ser el eje de la política y la policía (en el sentido rancièrano de la palabra “policía”) en general, dentro o fuera de las fronteras, en este caso, pensemos y ya que Trump entra en júbilo, de EEUU. El odio es ahora un recurso, no una euforia momentánea; es un método y no la efracción en la normalidad de un temperamento; método que se ecualiza con políticas planetarias de amplio alcance y que no relativizan la posibilidad del exterminio, sino que, y dada la alquimia brutal en la que el odio pasa a ser factótum de lo político, su objetivación es “el” punto racionalmente planificado que debe tomar forma y hacerse dúctil ahí donde sea necesaria la pulsión tanática del/la ejecutante.
En estas democracias, el odio no es el resultado de una experiencia, “es” la experiencia; experiencia denigrada y gatillante de lo que será urgente reconfigurar y precisar para extender la dominación y el plan estratégico de la sutura del otro, de su negación y ruptura con cualquier forma de indagación moral o ética en la que se trasluzca, al menos, un holograma de alteridad.
- También se trataría de un capitalismo de nuevo cuño que, amparado en el procedimentalismo democrático, dispone como dispositivo biopolítico –de toda decisión interna y externa– a la crueldad; la misma a la cual liberan, anarquizan, le imprimen descontrol, la despatologizan (es decir no es lo propio del individuo sino aquello que concurre a esta “naturaleza humana”) y la echan a rodar planetariamente como formato espectral del nuevo orden. El amor al capital no está en juego, no se tensiona ni cuestiona, pero su divulgación y diseminación a nivel-mundo, viene ahora preñado de una condición cruel que, devenida de la racionalidad del odio, aumenta y hace aún más macizo el racismo del capital. Como lo apuntaba Toni Negri, no hay forma mayor de racismo que el capitalismo. Ahora esto se ve desmadrado y el circuito excluyente del capital entra en éxtasis y desacato.
- Siempre han sido los cuerpos el objetivo del poder, en todos sus registros o fórmulas. Éste es y ha sido el radio de toda articulación de la violencia y la perpetración de formas de control. Los cuerpos devienen históricamente masacrados, torturados, eliminados o, en su versión biopolítica surgida del capitalismo, gestionados y, sobre ellos, es que estiban todas las políticas del tiempo y del espacio, de la vida y de la muerte, de la guerra y, sobre todo, de la expansión y la dominación inherente a la humanidad y su “impresión” de la otredad.
El cuerpo es el punto de partida, la zona donde la áspera acción de la coerción hace calzar cada una de sus estrategias y adulteraciones de lo alter-nativo, y no reconoce sino en él los circuitos para ampliar la sangría de su momentum represivo (cómo pensar un poco más de allá del gran Achille Mbembe en este segundo perpetuo de terror).
En las democracias del odio el cuerpo aparece y reaparece sin importancia. Simplemente no se constata, no se pre-siente ni se re-siente. Sin más, no hay cuerpos. La decisión sobra a la vida y la muerte, ambas no tienen cantera; se pasa sobre ellos como una aplanadora ciega; el cuerpo no es lo que hay que controlar o extinguir porque de plano no está ahí, no es, no va, no tiene intensidad ni densidad históricas, ni biológica, ni comunitaria ni nada. No es, por ejemplo, la idea de destrucción de los cuerpos que tuvieron los nazis cuyo “criterio” obedeció al precepto fordista de la producción de cadáveres. Esto es diferente.
Así, el odio, puede sacudirse la inmanencia de los cuerpos, su propio ser. Estos ya no son el blanco de monitoreo ni exige su atención. No están en las planificaciones, no son parte del programa, se extinguen como inciso o apartado. Pierden su singularidad como punto de captura.
- La imagen del mundo que tienen las democracias del odio es la de uno despoblado al cual se puede violar a su antojo. El odio a través de la crueldad, justo, viola, expropia, elimina, tacha y oblitera en un solo y mismo gesto todo lo que sea población presente o futura. Ya no hay mundo, solo odio en curso. No hay otro, solo crueldad anárquica. No hay furia ni obsesión contra los cuerpos, sino el afán de trascender sin ellos, por sobre ellos, cargándoselos o lanzándolos a fosas comunes (en el “mejor” de los casos).
Es la perversión de la democracia porvenir que vio Derrida. Obviamente no es aquella que se abría como promesa siempre de perfectibilidad y acogida a la diferencia desde la potencia descomunal de lo hiperbólico. No. Ahora la democracia porvenir del odio es lo que toca, el porvenir es ahora, aquí, con Trump y el sondeo de un tiempo que encontró, en él, el pus de una era.
Son necesarias nuevas formas de existencialismo, no devenidas de la angustia, la depresión o la soledad, sino una que se active como potencial resistencia. Sería eso, un existencialismo de la resistencia en el que se asuma, como canon principal, la defensa de la vida humana en toda su extensión. El resto que queda o quedará por defender a la luz de la irrupción bestial de las democracias del odio.
Javier Agüero Águila
Académico del Departamento de Filosofía
Universidad Católica del Maule