Diversas organizaciones internacionales como la OCDE, la Unesco, entre otras, han indicado el impacto que conlleva la suspensión de las clases presenciales. Uno advierte rápidamente que el confinamiento del estudiante, especialmente de aquellos más vulnerabilizados por el sistema, son los que sufrirán más el impacto de la pandemia. No tan solo se verán perjudicados en su rendimiento escolar, sino de otras áreas igual de importante como la desprotección nutricional, emocionalmente, física y por cierto cognitiva.
En este sentido, se puede decir muchas cosas negativas en torno a la escuela, pero se debe entender que aún sigue siendo un espacio de contención y protección, que sin duda debe mejorar y mucho, pero la ausencia del carácter co-presencial puede influir negativamente en el rendimiento y la desigualdad, desarrollando brechas más significativas entre ricos y pobres.
Lo anterior se comprende pues para que la educación virtual o “a distancia” sea de excelencia, se requiere de algunos elementos mínimos, que le educación pública no tiene en este momento. Aquí vale la pena revisar el último trabajo de Eyzaguirre, Le Foulon y Salvatierra durante el 2020, en el que plantean cosas tan concretas como que cada establecimiento entregue recursos de aprendizaje con características distintas a las utilizadas durante los procesos presenciales. No se puede trabajar con los mismos recursos o con los mismos artefactos mediadores. Tampoco, se cuenta con procesos intensos de educación continua que permita a los docentes enfrentar un nuevo tipo de aula (virtual o a distancia).
Es imposible concebir un trabajo a distancia sin el apoyo de la familia, por lo menos para los más pequeños. En nuestro país no existe un involucramiento de los padres ya sean porque deben trabajar largas jornadas de trabajo, la distancia y los medios de transporte o simplemente porque el Ministerio de Educación no a intencionado una escuela para padres o un programa similar, que permita apoyar cognitivamente a los niños. Lo anterior se agudiza aún más, en la medida que sumamos a este gran problema la singularidad de cada estudiante y sus habilidades tecnológicas y de comprensión lectora, que como ya sabemos son bajas. Esto último impide un proceso de autoaprendizaje y autoregulación.
En este sentido, las desigualdades y la brecha existente entre ricos y pobres agudizan las diferencias de logro y de rendimiento escolar. Entonces la ecuación es simple, si las carencias de los estudiantes son mayores, las probabilidades de fracaso producto de la distancia aumentan.