Salir de vacaciones posibilita jugar a ser «el otro», aproxima la idea de convertirnos en el foráneo mientras deambulamos con la lentitud del extranjero entre las principales avenidas de un espacio ajeno, por mucho que tal lugar sea de nuestra costumbre veraniega, porque jamás se alcanza a ser el lugareño. En el juego turístico podemos experimentar al migrante o al desterrado.
Si la libertad como principio básico y fundamental de las personas existe como norma política desde el inicio del Estado moderno, encontramos pues un común entre el destierro y la migración, cuando al marchar del país en el cual nos arraigamos legislativa y culturalmente nos enfrentamos a la inquietante situación de convertirnos en «el otro».
¿Te has sentido así? La ausencia del ajeno se avisa entre las calles desiertas, despobladas, desde la “solitaridad” del andante que se consume sin historia ni pasado, como si naciese en la edad actual, sin memoria ni precedente. El afán reside en la petición, como buen ciudadano del mundo que requiere de la mano fraterna. Significa habitar continuamente «el otro», deambular como si no se hiciera, sostenido en la pausa de una mirada sin objeto, ni horizonte. Distinto al turista o viajero, «el otro» carga la ausencia del espacio que deja una historia olvidada, avanzando entre consultas con «la risa postergada» dice León Gieco. El migrante y el exiliado, ambos constituidos como «el otro» en este juego léxico, representan al verdadero anarquista de la era contemporánea (Penchazadeh, Ana P.) al no establecerse bajo ninguna norma ni estatuto, pues no existe un derecho internacional que lo acoja, por tanto, camina sin amparo como un feligrés expulsado de su iglesia-Estado. Los Derechos Humanos son lo más cercano a su avalúo personal, pero no se rigen en un derecho jurídico trascendente que adargue al ciudadano de todas las naciones. Queda fuera de la ley en cada Estado, mientras existe en todos ellos. Se recula a su propia ética y aspira a la de los demás, pero el encuentro con el externo es difícil. Anida sobre el vacío del tiempo cuando la comunicación ocupa las horas. Cada día es una montaña que se sube, cada noche un océano que se naufraga. Sin parangón ni referencia, el norte es cualquier dirección y la brújula un dato bien recomendado. Sin embargo, en el profundo y solapado tenor de la melancolía hay algo que no se desprende: el recuerdo delirante de la patria, donde se cultivó la familia y amainó la cultura expresa en el vocablo, haciendo de ella un equipaje permanente que nadie puede sustraer, pues «¿cómo van a robar mi volcán con su volcana?» o «¿hacer aguar en temporal mi bote con su bota?» se pregunta Patricio Manns en “El equipaje del destierro”.
No se puede «quemar con un fósforo usual mi libro con su librea»; para quienes han tenido que partir, desde la noción jurídicamente incuestionable de quién busca vivir como anhela, nadie frenará «la turbulencia de su gesta con su gesto» ni interferir en la lágrima de la partida, porque la migración también es doblarse para ser uno y otro más.
Este fenómeno histórico y natural del ser humano, aboga como fruto del árbol continental latinoamericano, africano, europeo, mundial, para construir puentes, túneles y canales de una política jurisdiccional que bien sabe de alianzas, pero poco de contribuciones. «El niño es hijo universal» dice Chinoy, la hiper-conectividad actual suma optimismo por construir el nido colectivo que acune los cuerpos desprotegidos.
Las relaciones con «el otro sin legislación» han dimanado estudiar filosóficamente conceptos como «hospitalidad» y «reconocimiento», que ameritan una necesidad posible de ser atendida en la era de la conectividad, sobre todo cuando la migración se erige como la quinta población en el mundo. Urge una cobertura que atienda el corazón global de quien se entiende sin bandera, a pesar de que el olmo hegemónico de los Estados, en algunos casos, no dé las peras que exigen territorio y que vacían «de contenido al araucano de su araucaria».
Franco Caballero Vásquez