“El éxito conduce al fracaso” dice un tazón. Sin duda un lema para nada norteamericano, que nos lleva a reflexionar en nuestras motivaciones personales, al distinguir la realización personal material o espiritual. Pensar en ello es pensar en la diferenciación en tiempos de homologación social, cuando lo material me separa y lo espiritual me reúne. La actualidad ahonda en ambos supuestos, pues cada vez somos más masa, producto de la cibernética actual -tema inevitable- estamos más unidos y conectados unos con otros, haciendo del internet lo espiritual, pero a la vez siendo parte de un modelo de vida neoliberalizado que insta la subjetividad como valor trascendente.
Para la ciber-necia, dicen los pesados -como para tomársela con humor- somos los usuarios, códigos, números, avatares, en definitiva: clientes virtuales, uno más del montón, indiferentes de especificación. El internet es el comunismo dicen algunos, porque, así como puedes ser un gran influyente del mundo de la moda, puedes ser un seguidor del Instagram de una coneja que tiene una señora en algún pueblo donde cada día muestra relativamente lo mismo, pero simpatiza mucho. Así podemos pasar todo el día solos conectados al celular, mientras participas de las campañas masivas por redes sociales contra la guerra, por ejemplo.
Con internet se han diluido los famosos, cuando ahora todos pueden serlo. La sociedad del consumo, aspirante del sueño americano que propende a alcanzar el estrellato, se diluye en la homologación de las redes. Hoy podrías estar sentado en la banca de la plaza leyendo este diario, y al lado tuyo puede estar tejiendo una dama con cincuenta mil seguidores en Instagram, sin firmar un solo autógrafo. Internet homologa la fama. La tecnología reticular absorbe el deseo americano.
La política fue quizás el primer gran homologador de la sociedad, desde las visiones de pueblo en adelante, y se ha ido manifestando en el tiempo hasta llegar a la participación, la cual dio en Chile sus primeros pasos con la última Bachelet en sus cabildos que sirvieron para calentar los motores de una batalla por la Constitución, que ha durado años, entre el poder político y la multitud nacional. Nuestra historia previa a la dictadura es digna de considerar cuando en el periodo del trabajador “organizado” que menciona Gabriel Salazar en el libro “En el nombre del poder popular constituyente” que duró, según este, entre 1938 y 1973, nos uníamos por causas sociales sin siquiera tener redes cibernéticas. Allende fue la guinda de una torta del poder social que se venía cuajando, a mi parecer, desde 1901 con Luis Emilio Recabarren y los primeros sindicatos.
Lo colectivo permite cambios inmediatos y con límites impensados. La unión hace la fuerza y la cibernética optimiza el trabajo en red que impera en los grandes paradigmas actuales; mientras por otra parte, el capital, con su lógica estadounidense, busca separarse, distinguirse, para convertirse en estrella, sin más anhelo que la propia realización individual. El fútbol está infectado de ese individualismo, aun siendo un deporte colectivo que se ejerce en equipo. Es que no contamos con la vil ambición del sueño americano, donde nos llenamos de figuras, que les importa su carrera profesional antes que su equipo levante una copa, con argumentos validados como los de asegurar la jubilación. Bueno no es su culpa, ni de Vidal, ni de Messi: somos víctimas del modelo de vida actual.
La estrella y el equipo se miran de frente. El individuo versus la masa. El sueño americano ante la población invisible de la realidad, distinta al individuo que se ve, que aparece, que se vuelve mayoría cuando se inflama de seguidores, mientras se invierten en él millones de dólares, que aún no saben que el éxito es una ilusión.
Bueno, este año sirve para mirar la historia desde la óptica de la dictadura, para atender el proceso que veníamos viviendo como nación antes de esta, más orgánica y propia, donde aún no sucumbíamos a la ilusión del ajeno sueño americano.
Franco Caballero Vásquez