Recurrentemente convoca hablar de Chile, ese cuerpo unificado de administración jurídico social que somos todas las personas que habitamos en este territorio delimitado del planeta. Chile, nombre legal del conjunto de singularidades que somos quienes vivimos en él. O elle, porque Chile no tiene género, no se acompaña por un “el” o “la”, ya que no estila usar un artículo definido. En Argentina sí lo tienen, le dicen ellos mismos “La” Argentina. Está claro entonces que es una mujer, una madre. Chile no lleva artículo, ni tampoco alusiones a una madre o a un padre, porque tampoco hablamos de la patria. ¿Será que nos vemos más como un país que como un territorio cultural delimitado con que se define a la patria? Esto lleva a pensar que la patria existe antes que la nación, que la patria no es el país, sin embargo ¿puede existir democracia en una patria que no se ha conformado como nación? Sin duda, incluso hay pensadores de la filosofía política que ven el Estado-nación como un obstáculo para ejercer la verdadera democracia. Vamos al hilo.
¿Sería muy radical decir que el Estado lo creó la burguesía, o que fue la creación de una burguesía que se apropió de la revolución de la gente ante la monarquía? En realidad, el Estado no resulta de la victoria de una clase social que se adueñó del mundo, pero sí de una racionalidad que se estableció como sistema, gracias a la herramienta incuestionable de la democracia. El Estado ha sido una solución, una manera de liberarnos del poder monárquico, imperialista, dictatorial y/o autoritario por parte de las ciudadanías en general, no obstante, ya se ha convertido en la hegemonía. Si ponemos en duda la concepción de la Nación o del Estado, desde la trinchera de la filosofía política, podemos cuestionar su supremacía ejercida sobre las voluntades ciudadanas. Esta reflexión no es arbitraria cuando pensamos en el fenómeno social y político de Chile desde el Estallido Social hasta hoy como claro ejemplo para pensar en la radicalización de la democracia y la objeción del Estado.
En octubre del 2019 se desata un descontento popular y masivo. La clase política interpreta este estallido social y reacciona con la consulta ciudadana por el cambio constitucional confirmando la transformación jurídico-política del país. Producto de esto se le otorga a la ciudadanía el verdadero poder de la gente con la convocatoria popular de personas naturales que escribiesen la Constitución, llevando los límites de la potencia social a fronteras tan cercanas de las paradisiacas costas de la democracia radical de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe y de la potencialidad cívica de Spinoza y Negri. Todos ellos, quizás junto a Ranciere, Derrida, Foucault y todo quien plantee la democracia como un asunto en construcción constante, estaban felices. Pero pronto, con la victoria del rechazo, dicha potencia social y orgánica, se vio asfixiada por la pesada capa del Estado trascendente, prefijado, condicionado y finito.
Baruch Spinoza, el mismo de la inmanencia divina en la que dijo creer Einstein, plantea además la inmanencia política, entendida como una actividad infinita que avanza en un hacerse permanente. A esa capacidad de hacerse, que implica cambios y transformaciones a merced de la voluntad del conjunto de libertades individuales, Spinoza la comprende como una potencialidad, como la potencia de aquel conjunto de singularidades que Negri llama multitud. Antonio Negri, reconocido por su libro “Imperio” junto a Michael Hardt, donde desnudan las coaliciones de Estado-nación actual como la ONU, refiere el concepto de multitud para definir un cuerpo social que tiene diferencias entre sí, en el que cada uno con sus propias liberalidades, se confronta en la interacción, para convivir por un propósito o idea común.
En Chile rechazada popularmente la propuesta que la misma multitud hubo de confeccionar, el Estado determinó arbitrariamente presentar sus elementos para que estos confeccionen la Constitución, paradójicamente contrario al deseo de la multitud que marchaba. Después de ganar el rechazo, se naturalizó que el cambio fuese adoptado por el Estado como si no quedase otra opción, ejerciéndose una notable contradicción normalizada por la presunción con la que se valida al Estado. Esto quiere decir que la voluntad de la multitud fue acallada por el criterio hegemónico de la nación, cumpliéndose la lección de Negri: El Estado es un obstáculo para la multitud, lo que podemos nutrir con que “la definición spinoziana de la democracia es definición de un no-gobierno” (Spinoza subversivo, 2000, pág. 137). La historia sigue transcurriendo, y por ahora estas reflexiones solo son filosofía, continuamos en la racionalidad del Estado que resta potencia al verdadero anhelo de la clase social que ha vuelto a dormirse. La potencia como fuerza demandante de la multitud se ha extinguido. La inmanencia política se ha eclipsado, sin embargo, las reflexiones quedan en aportes filosóficos al recordarnos que el Estado es un sistema inventado, que no necesariamente se traduce en democracia, porque esta responde a la voluntad de la clase ciudadana y no a la de la clase política. El pesimismo dirá que se acabaron las revoluciones, que la vida es fija y estacionaria, el optimismo dirá que para saltar lejos hay que tensionar a la inversa. Por ahora rememoramos la etimología de Estado como status stare, estar de pie, detenido y estancado, sin cambio ni transformaciones, al son del pulso neutralizante.
Franco Caballero Vásquez