El presidente tiene razón cuando al hablar a los jóvenes chinos, les insta a ser rebeldes, a ser contestatarios frente a la autoridad oficial, a cuestionarla si es necesario; mensaje que, obviamente, se debe extender a todos los jóvenes del mundo, incluido los chilenos.
Aquello me recuerda a un escritor que decía: “es una estulticia (estupidez) pedirles a los jóvenes que no sean revolucionarios, pero es más estulto (estúpido) que un hombre de 70 años siga siéndolo”.
El mundo avanza exacerbado por el impulso innovador de la muchachada, qué duda cabe. Pero esa exacerbación debe ser encausada por los mayores; aquellos que tuvieron los mismos sueños y que aprendieron que hay que consolidarlos para que no sean sueños de un solo día…. (en mi tiempo se decía que los amores de los estudiantes“eran flores de un solo día”), canalizando los ímpetus renovadores para evitar que se transgredan los mismos derechos que se buscan proteger.
Si miramos con desapasionamiento, desde la vereda del frente, los excesos que ocurrieron en nuestro país no fueron culpa solo de los jóvenes. Podemos aventurar que fueron natural al ímpetu juvenil, fueron también de responsabilidad de los adultos, algunos por incapacidad de contención y otros que se subieron a ese carro, quizás para sentirse jóvenes, quizás porque algunos se supieron fracasados cuando intentaron algo similar, quizás por miedo a quedarse en la vera del camino una vez más. Entonces abrogaron de su experiencia y perdieron la oportunidad de encauzar.
Ninguno de esos quizás, era admisible, toda vez que los años debieron darles la templanza para asumir un rol encarrilador. Cuantos pensaban que aquel joven impetuoso, admirado por su generación, especialmente por sus compañeras atendida su regia figura, hoy viejo, obeso y calvo, se detendría a conversar y exponer sus vivencias; no lo hizo, se plegó a ellos, perdiendo la posibilidad de encauzarlos.
Siendo el cambio un imperativo para mejorar nuestra sociedad, no resulta válido usar la destrucción para solo destruir. La revolución no puede tener como paradigma “que cueste lo que me cueste”; por el contrario, deben conservarse los edificios y espacios públicos construidos con el esfuerzo de tantos, para mejorarlos y hacerlos más eficientes y eficaces.
Les recomiendo leer un libro que se llama “El baile de Natacha. Una historia cultural de Rusia”, obra del historiador inglés-alemán Orlando Figes, que permite conocer “el temperamento único que mantuvo al pueblo ruso unido y lo volvió capaz de sobrevivir a su propia historia”. Leerán como en la revolución bolchevique se dividieron entre los que querían demolerlo todo y los que eran partidarios de no incurrir en esas barbaridades; entre estos últimos, Lenin. Gracias a eso, cien años después de esa revolución que derivó en mística universal, y que se vino abajo con la perestroika, quienes visitan Moscú y/o San Petersburgo pueden admirar sus iglesias, sus museos, sus palacios e incluso sus creencias.
Es dable preguntarse ¿se justificaba quemar iglesias, escuelas y centros de estudios para promover cambios en las relaciones sociales?, y la respuesta de hoy es no. ¿Se justifica seguir haciéndolo, cuando gobierna un nuevo conglomerado político distinto a los que le antecedieron? Y la respuesta vuelve a ser negativa. El ícono Instituto Nacional, formador de tantos líderes relevantes de Chile; el Barros Arana; el Liceo de Aplicación, entre otros, debieron seguir siendo la antorcha del conocimiento, del alma de la educación pública, del estado laico, de la razón, de la reflexión del pensar, pero la estulticia echó por tierra todo ese acervo nacional.
Los ex alumnos, poco o nada hicieron; las autoridades de ayer y hoy, tampoco, y no se persigue aún la responsabilidad civil de los padres de los responsables de los destrozos, a pesar que la ley lo permite.
A pesar de todo, nunca es tarde para enmendar. Debemos ser capaces, en todo caso, de priorizar nuestra acción; lo primero, que no puede esperar, es la educación, para hacer realidad el slogan que se quedó solo en eso, educación de calidad. Para ello se necesitan profesores de calidad, con real vocación de maestro, cultos y sabios; luego alumnos de calidad, es decir responsables, inquietos intelectualmente. Para unos y otros, resulta prioritario leer. Copiemos lo bueno que otras sociedades han implementado; llenemos el país de buses bibliotecas; impongamos la lectura obligatoria en clase, para crear el hábito de leer.
Rodrigo Biel Melgarejo
Abogado
Profesor de la Universidad de Talca