La imagen de construir una casa es muy potente. Lo saben los publicistas, los cineastas y, por cierto, lo sabemos todos los que alguna vez en nuestra vida, tuvimos la oportunidad de construir nuestra casa propia. Y lo saben los políticos, que a menudo recurren a esta figura para reforzar la idea de inicio, de sentar bases y de trabajar para el futuro. Por eso, cuando la expresidenta Bachelet ocupó esa metáfora para referirse a la labor de redactar una nueva Constitución, la construcción de “la casa de todos” dijo, creí que se anotaba un punto.
Que en aquel momento la propuesta no prosperara, no le resta fuerzas a la idea de una Carta Fundamental inclusiva y comprensiva de todas las diversidades que conforman nuestra sociedad. Hasta ahí la idea es buena. El problema viene ahora.
Una “casa de todos” supone espacios suficientes para todos. Que todos puedan sentirse identificados con ella y la consideren suya, sean altos o bajos, rubios o morenos, adultos o niños, ricos o pobres. La inclusión supone un ejercicio profundo de tolerancia y aceptación de quienes son diferentes, piensan distinto o defienden lo que los demás reprochan. La comprensión requiere integrar, incorporar la pluralidad, acoger el variopinto entramado social y hacer del respeto al otro la base de la relación social. Por otro lado, la intransigencia y el dogmatismo hacen difícil levantar esta “casa común”. Si, siguiendo con la metáfora, los planos y el diseño no han sido consensuados ni compartidos, si desde los cimientos hasta el techo la casa se pinta de un solo color y se orienta hacia un puro lado, jamás podrá acoger a todos. Algunos, muchos o pocos, sentirán que no les interpreta y que no les pertenece. Que no es “su” casa.
¿Ha vivido el Lector, alguna vez, en una casa que siente estrecha, mal distribuida y que le provoca, cada tanto, hacerle cambios?
No estoy afirmando que algo así, indefectiblemente, vaya a ocurrir con el proyecto de nueva Constitución que se debe elaborar. Más aún, no quisiera que ocurriera. Ya dije que “la casa de todos” me parece no sólo una buena metáfora, sino una buena idea. Sin embargo, cuando estamos terminando el primero de los nueve meses (ahí hay otra metáfora lista) que son el plazo inicial que tiene la Convención Constitucional para esta labor, las señales no son demasiado alentadoras. Más bien son inquietantes. Se observa en la Convención, desde su inicio, una actitud mayoritaria de intransigente triunfalismo, de “ahora me toca a mí”. La desatinada declaración de Jorge Baradit, hace unos días, refleja esta actitud.
Sus disculpas y retracto posterior no lograron desmentir una postura compartida por numerosos convencionistas. El problema radica en que, cuando la reivindicación de derechos se confunde con el desquite y la revancha, se hace difícil la labor común de la que habla la metáfora. Una Convención Constitucional que aspira a la unidad no puede redactar una Carta Fundamental como un acta de desagravios ni una expresión de sectarismo. La profusa Historia Constitucional chilena nos enseña que, cada vez que se ha intentado estatuir una norma así, esta ha tenido una vida breve y polémica. Por eso, no puedo dejar de pensar en el ejemplo que ofrece la Constitución de Estados Unidos.
La única que ese país ha tenido en su Historia. Suficientemente amplia, flexible y abierta como para acoger el crecimiento y la evolución social de ese país, y con apenas 27 reformas en sus 234 años de vigencia, ha sorteado disensos tan profundos como la guerra civil o contrastes tan notables como los que pueblan ese vasto territorio. Entonces, si sinceramente se quiere construir “la casa de todos”, los miembros de la Convención debieran abandonar la intransigencia y la pretensión de ser los propietarios de la verdad. Más aún, dejar de creer que una sola interpretación puede convertirse en la única verdad, por el sólo hecho de tener más apoyo.
Hay varias maneras de construir una casa. Pero, si se quiere construir una que admita y cobije a todos, hay que atender las opiniones y demandas de todos. Habrá que levantarla sabiendo que en ella vivirán generaciones que podrán necesitar un espacio que hoy no se les da.