Hay un presupuesto revolucionario, estimado solo en la percepción de las expresiones masivas. Hay una cuota de esperanza que nos sirve como cartita bajo la manga ante cualquier especie de tiranía disfrazada de democracia. Algo que tiene Europa, que tiene Sudamérica, pero que no tiene Estados Unidos. Algo que tiene que ver con la habilidad de encontrarse con el otro, entre muchos y que a pesar de ser todos tan distintos pueden convertirse en un solo cuerpo, una sola voz. Esta es la capacidad de la multitud. Y lo digo desde el principio, según la sola estimación observable en las hinchadas, en las manifestaciones, como contraste, se puede notar la falta de adhesión colectiva de los norteamericanos, el imperio que se degrada.
Mucho se sabe que detrás de la democracia de USA habita un valor implícito, una ideología oculta, inserto en el imaginario social de los del norte. Fíjese usted si acaso algún norteamericano, en el cine o la prensa, habla de ateísmo o laicismo. Fíjese si acaso algún norteamericano relativiza siquiera la figura de Dios. Para nada, su democracia está teñida por el trascendentalismo de la creencia y la fijación que busca conservar los valores de hace dos siglos atrás, mediante la perpetuación de su carta constitucional. Riobueno hacía referencia al narcisismo que conlleva el espíritu individualista de la iglesia en la concepción social: “tú eres más que los otros, y puedes salvarlos”. Ya lo hemos visto en lo hollywoodense, colmado de héroes, mentes que con todo a cuestas deben cargar con el peso del mundo… para poder salvarlo. No hay equipo, hay singularidad.
A los sudamericanos, a los chilenos, no nos queda bien ese talante. No nos hace sentido tampoco, hemos cambiado la Constitución tres veces, hemos separado a la iglesia del Estado hace mucho, sin embargo, nos falta un poquito más para convertirnos en multitudes si vemos la inmensidad de las hinchadas argentinas o europeas. Organizaciones que visten de colores estadios completos. Ahora lo podemos percibir en la barra de la U. de Chile, ellos manifiestan bien ese espíritu colectivo como hinchas, el resto de los equipos estamos al debe todavía. Aunque, por otra parte, nuestro estallido social fue una multitud, una que hizo ecos en muchas partes del mundo y fuimos referente de movimiento social.
Spinoza, que veía en el Estado un cuerpo social dirigido por una sola mente, que buscaba no imponer una norma abstracta e idealista acerca de la realidad, sino que, al contrario, buscaba otorgar derecho a aquello propio de la naturaleza de la sociedad que es la organización y posibilidad de encuentro bajo el formato de la multitud. Spinoza, que legalizaba las revoluciones para actualizar las instituciones estatales y con ello refrescar la democracia; el mismo que veía a Dios como algo producido mediante el trabajo por el bien, el amor, y no como una figura externa e impositiva. Spinoza, el holandés que cada vez adquiere mayor relevancia para la filosofía actual, vibra de alegría cuando sesenta mil personas vitorean al unísono un aliento, una celebración, una injusticia.
Eso es democracia, la voz unificada de las multitudes. La democracia no es un héroe, no es Harvey Dent salvando a ciudad gótica. No es un político repleto de las esperanzas de la gente puestas en él. Quizás la democracia anterior, la del primer capitalismo, el anterior a 1970, en la era fordista. Pero, ahora ya no, ahora ya está más que claro que el personalismo, si bien se respalda como poder ejecutivo, no alimenta la soberanía popular, no contraataca contra la hegemonía, no actualiza nada. Un buen político es un buen promotor del status quo que todo lo ve “en la medida de lo posible”; un desierto de ideas en un mar de palabras. A la democracia hay que buscarla en el clamor organizado de una voz que suena parecido a la marea roja cuando la selección anda bien. Esa voz, aclamada desde un estadio, una calle o en lo virtual, siempre será canción nueva cuando resuene fusionada y erguida, libre y creativa de todo lo que acontece.
Franco Caballero Vásquez