El encabezado no alude a la estupenda canción de Oscar Andrade, con el mismo título, sino que más bien se inspira en una frase, que un anónimo libretista puso en boca del protagonista de una serie televisiva que ha visto estos últimos días. El personaje en cuestión se pregunta ¿cuándo la sociedad occidental se malogró hasta convertirse en lo que es hoy, un catálogo de vicios, extravíos y desenfrenos en los que la corrupción, la violencia y las transgresiones a nadie sorprenden ni sacuden? Para resumirlo, en palabras de Vargas Llosa “¿Cuándo se jodió el mundo entero?”
A esa pregunta, reflexión más bien, el personaje aludido se responde diciendo que el punto de origen de este mal ambiente social contemporáneo está en el momento en que las noticias dejaron de ocupar un breve espacio de la programación televisiva y devinieron en canales dedicados por completo a esa labor. Todo comenzó cuando desaparecieron los noticieros de una hora, o menos, para transformarse en un bombardeo noticioso del día (y la noche) entero. Es que, cuando esa mudanza ocurrió, según el personaje, las empresas de televisión debieron llenar los espacios y las horas con “noticias” que sorprendieran, que alarmaran, que perturbaran y que obligaran al televidente a mantener su aparato encendido. Así, poco a poco, las noticias se llenaron de guerras, de crímenes y de malas conductas, que llamaran la atención. Porque las otras conductas, positivas, alegres y estimables no atraen ni convocan a las masas.
¿Recuerda el Lector los noticiarios de antaño? No hay que remontarse tanto. Pensemos, no más, en una o dos décadas atrás. Cuando las noticias duraban una hora y en ese lapso se concentraba la información imprescindible. Los noticieros eran breves, pero intensos. Sin alargues, sin adjetivos demás, sin opinión editorial. Hechos sustanciales, concretos y precisos, con los que el propio televidente debía construir su opinión. Informada, no precocida ni previamente masticada. Cada quien construía su propia imagen de la marcha del mundo.
Pero, más tarde, nuevas estaciones televisivas hicieron de la supuesta entrega informativa su día entero. Guerras en directo (¿recuerda Ud. el inicio de la guerra en Irak, transmitido en vivo y en directo?) Persecuciones de asaltantes, allanamientos de guaridas, rescate de rehenes y otras imágenes impactantes que obligan al telespectador a mantenerse en sintonía. Largas descripciones de enfermedades, sus síntomas, sus efectos y secuelas, mezcladas con la opinión de expertos varios, que convierten hasta al menos hipocondríaco en paciente terminal. La farándula, con las vicisitudes de aspirantes a famosos, los detallados pormenores de sus andanzas, amoríos y desengaños. Los deportes, sus detalles ínfimos, las estadísticas llevadas al extremo probabilístico, las danzas de millones y una que otra proeza atlética verdadera, matizado todo con un patrioterismo ramplón e irreflexivo, con previas, con alargues, con trasnoches.
Así, el personaje cuya reflexión me motiva, afirma que esta suerte de noticiario crónico en que se han convertido ciertos canales de televisión, les obliga a ver interés allí donde no lo hay. En fabricar impactos informativos de minucias que no lo merecen. En llenar horas de programación, rizando el rizo y azuzando polémicas artificiales. En presentar como imprescindibles, bagatelas y simplezas que no debieran ocuparnos. Ni menos, preocuparnos. ¿El vestido de la Miss, fue el adecuado? ¿Las papas, subirán esta semana? ¿Será necesario hidratarse para enfrentar los días de calor? ¿Estará recuperado el tobillo del delantero el próximo domingo? ¿Será grave el derretimiento de los polos? ¿Se casará nuevamente la aspirante a estrellita, con el ardiente futbolista que se deja querer?
Añoro aquellos tiempos de noticiarios breves, sucintos, enjundiosos, con datos duros y descripciones precisas. A la vez, reniego de estos canales que hacer de la supuesta pauta informativa un espectáculo que hay que observar sentado, consumiendo cabritas mientras el mundo en la tele, pareciera sumirse en la violencia, la nimiedad y el descontrol de la irracionalidad.
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho