Recuerdo que hace muchos años, más de los que qusiera y de los que estoy dispuesto a reconocer, cuando egresé del Liceo de Hombres de Talca, hoy Abate Molina, de los 40 alumnos de mi curso, quedamos en la Universidad 39. Y eso que era un contexto extremadamente competitivo (no existían las Universidades privadas), donde poco más de 150 mil egresados se disputaban unas 30 mil vacantes. En mi curso hubo un puntaje nacional en matemáticas, dos primeros seleccionados en carreras de la Universidad de Chile, uno en la Universidad Católica. Muchos en Universidades en Santiago y Valparaíso. Por eso, lo conseguido por mi curso era espectacular. ¿Y quiénes eran mis compañeros? Hoy advierto que aquel grupo era, sin duda, una geniuna representación social talquina y nacional. Había hijos de empresarios (uno de ellos de la mayor empresa talquina de la época); de profesionales (hijos de médicos, abogados, profesores y jueces); de comerciantes (establecidos, ambulantes, feriantes); de taxistas, de agricultores, de obreros, un hijo de sastre, otro de empleado municipal, uno de chofer de micro, otro de Carabinero, etc. Había algunos apellidos ilustres, de esos que adornaban plazas y avenidas talquinas, un par de palestinos, dos mapuches y una gran mayoría de los simples y comúnes apellidos chilenos como Pérez (éramos dos).
Para muchos de nosotros el sistema de selección universitaria, la PAA en aquellos tiempos, nos brindó una oportunidad de ascenso social y cultural inmejorable. Lo que siempre nos decían los abuelos, que la educación abre puertas, lo pudimos comprobar en carne propia. Pero hoy, ¿cumple la PAES un rol semejante? ¿El acceso a la educación superior es, en estos tiempos, el vehículo de movilidad y promoción social que fue en aquel entonces?
Hago la reflexión anterior a propósito de la reciente información de resultados de la última prueba de acceso a la educación superior. Fue lamentable y, a la vez, elocuente. La enorme desproporción entre los buenos resultados obtenidos por los establecimientos educacionales pagados, versus los escasos logros alcanzados por los liceos públicos (y subvencionados) fue reveladora. Tanto, como lo será en unas semanas más, el resultado de las postulaciones que miles de jóvenes han hecho a las Universidades. Porque, estoy seguro, los nuevos alumnos de las universidades y carreras más selectivas del país, serán jóvenes provenientes de la educación particular pagada, pertenecientes a familias de los niveles sociales altos y medio-altos, destinados a conformar la futura élite profesional y dirigente del país. Y con ello, los sueños de movilidad social positiva de tantas familias del país, quedarán tan sólo en eso. En anhelos y esperanzas sin cumplir. Pero hubo un tiempo en el que algunas de aquellas pretensiones se lograban. Meritocracia le llamaron. Que comenzaba, por cierto, en la exigente educación que impartían ciertos establecimientos, que más tarde llamaron “emblemáticos”, por ser precisamente eso, un emblema del ascenso social que muchas familias anhelaban. Partiendo por el Instituto Nacional y siguiendo con varios Liceos de Santiago y algunos de provincia, como el mío. Liceos en que la disciplina era tan rigurosa como el estudio. En que el mérito académico, el talento y el esfuerzo, reemplazaban el apellido y permitían abrir las puertas de un futuro mejor, con independencia del origen social o el patrimonio familiar. Doy fe de lo que digo. Mis compañeros de curso también podrían hacerlo.
Sin embargo hoy, cuando los resultados obtenidos por aquellos liceos (el Instituto Nacional pasó del 9° lugar en 2005, a ser hoy el 267°) sólo son emblemas del retroceso y de la brecha profunda que separa los resultados de la educación pagada respecto de la gratuita, no queda sino lamentar la pérdida de aquel vehículo de ascenso social. Y lamentar, también, cómo los discursos de inclusión social, diversidad y defensa de la educación pública, han sido eso. Nada más que discursos. Por eso me temo que, de no mediar un cambio sustancial en la forma con que se ha conducido la educación pública chilena, la meritocracia será sólo un concepto del pasado. Y las élites volverán a ser integradas únicamente por un sector de nuestra sociedad, monopolizando la conducción o la influencia social y haciendo de la democracia un mero concepto técnico electoral, vacío de significación.
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho