¿Podríamos afirmar que sin filosofía no tendríamos ciencia? Sin lugar a dudas. La ciencia nace de una inquietud, de un querer saber, de responder a las preguntas ¿por qué ocurre lo que ocurre? ¿quiénes somos? ¿para dónde vamos? ¿por qué al soltarse de una rama, la manzana cae al suelo? ¿por qué si tapamos un fuego, éste se apaga? ¿por qué «sale y se ponen» el sol y la luna? Todas preguntas que se plantean los científicos y que nacen de una búsqueda, de una inquietud, de un interés por saber más.
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Esta llama por saber más proviene de la filosofía, pero ojo, la filosofía va más allá, apunta al sentido de nuestra existencia, a nuestra razón de ser, el ser que queremos ser, inquietudes que a todo filósofo que se precie de tal lo acosan y desvelan día tras día. De lo dicho filosofía y ciencia se hermanan, coexisten, se apoyan, se requieren mutuamente.
La paradoja reside que en los tiempos que corren pareciera que anduvieran en carriles separados, opuestos, como si no tuviesen nada que ver. Se habla de que hay que desarrollar más ciencia, que hay que invertir más en ciencia, mientras en paralelo no faltan los iluminados que plantean la supresión de los cursos de filosofía. Como si filosofar fuese cosa de otro planeta, que no presta utilidad alguna. Mientras la ciencia “sirve”, porque de sus resultados surge la tecnología, y de su aplicación, innovaciones que redundarían en un mayor bienestar. Y la filosofía, muy bien gracias, no serviría para nada, a lo más para hacerse caldos de cabeza.
Son los mismos que olvidan que sin filosofía no hay ciencia en el más estricto sentido del término, porque obvia las preguntas en torno al para qué, a las consecuencias, las reflexiones respecto de las consecuencias. Pitágoras, a quien le debemos el teorema que lleva su nombre, al igual que Euclides, fueron matemáticos cuyas inquietudes e interrogantes se deben a que fueron inquisitivos, pensadores, escudriñadores. En buenas cuentas, fueron filósofos. Tanto a Pitágoras como Euclides se les conoce como matemáticos, pero antes que nada fueron filósofos.
Quienes plantean la supresión de los cursos de filosofía son los mismos que en su tiempo condenaron a Sócrates a beber la cicuta por corromper a la juventud a quienes invitaba a pensar a punta de preguntas respecto de lo que se creía en los tiempos de Grecia clásica.
No es científico quien esté enfrascado en lo suyo, en su laboratorio sin un “open mind”, sin mirar lo que pasa afuera, sin hacerse las preguntas que todo científico, y que como filósofo debe hacerse ¿por qué? ¿para qué? Se cuenta que durante la segunda guerra mundial, había un científico que estaba en su laboratorio enfrascado en su investigación, sus escritos, sus ensayos, cuando soldados con sus armas en mano golpean fuertemente su puerta para arrestarlo por su condición judía. Enfrascado en su investigación, el científico solo atina a responder “un minuto, ya voy”. Los soldados echan abajo la puerta y se lo llevan sin que el científico entendiera lo que estaba pasando.
En tal sentido me atrevería a afirmar que gran parte de la razón por la cual el mundo parece andar sin brújula, o con la brújula perdida, es justamente por falta de filosofía, por no cuestionarnos, por ni preguntarnos para donde vamos, qué queremos ser. Y así estamos. Desgraciadamente Sócrates no dejó nada escrito, todo lo suyo fue oral, conversaciones, preguntas, nos invitaba a interrogarnos, a dudar, a sembrar inquietudes, buscaba que cada uno de nosotros se cuestionara y se respondiera a sí mismo de modo de horadarnos en lo más profundo de nuestro ser.
Con razón un amigo español aluxemburguesado, a quien debo estas divagaciones, me dijo desde el primer minuto que urge incorporar un curso de filosofía para pensar y otro de ética para no dejar llevarnos por ventajas de corto plazo y tentaciones indebidas.
Rodolfo Schmal S