A menudo los profesores de Castellano nos encontramos con la apatía de los estudiantes por la lectura y hacemos malabares para poder encantarles con nuestra selección, generalmente obligada. Ellos argumentan que se encantarían más si pudieran elegir, con justa razón. Por eso, en esta ocasión quiero invitar a mis antiguos estudiantes y a los de otros profesores a reencontrarse con la lectura voluntaria, sin prejuicios, sin la exigencia del canon, sin miedo a errar en el examen.
Ya sabemos que leer en etapa escolar es por lejos una actividad fundamental, pues condiciona nuestra forma de conocer. Felipe Alliende y Mabel Condemarín (2009) señalan que con la lectura voluntaria en etapa escolar se superan todos los problemas generados por la lectura obligatoria, porque se lee con agrado, en ritmo adecuado, centrados en lo interesante, sin la tensión de tener que ser evaluados, es decir, por el puro placer disfrutar una historia. Pero los docentes, por extrañas razones, evitamos el reto.
Si bien la invitación consiste en reencontrarse con los libros, no pretende que busquen alternativas nuevas. En estos días podríamos volver un poco el tiempo atrás en compañía de libros viejos, esos de la infancia o la juventud que de alguna manera nos marcaron, para descubrir en la adultez algo distinto, ya sea porque fue una experiencia dulce o porque constituyó un desafío.
Según reza el diccionario, la palabra “releer” proviene del latín relegere y significa «volver a leer». Es decir, que la misma palabra convoca dos actos, el ejercicio físico de volver a pasar los ojos sobre unos enunciados conocidos y el ejercicio mental de evocar un recuerdo.
Este ejercicio de memoria nos otorgaría una experiencia nueva, en tanto leemos desde un momento histórico distinto. Recordemos las sentencias de Derrida cuando señalaba que “el sentido de un producto textual siempre es pospuesto y nunca alcanza una significación plena y única” (en Vásquez, 2016), pues resulta inestable. Los sentidos inmanentes del texto -si existen- se van alimentando de los conocimientos nuevos de quienes leen, mutan, se niegan, se transforman. Al releer páginas antiguas, el pasado viene al presente, acompañado de marcos sociales o marcos de memoria, obligándonos a mirar aquello desde las condiciones del presente. Para Namer (2004) dichos marcos son, las nociones de tiempo y espacio que se encuentran en la raíz de nuestros juicios, dominando toda nuestra vida intelectual, y que para Colacrai (2010), por ejemplo, faltan en el sueño, lo que demuestra finalmente que sin los cuadros que orientan la memoria es imposible recordar.
Por esta razón la relectura es una experiencia tan rica, pues suma capas de sentido. De muestra un botón: Hace un tiempo falleció la Sra. Eva, una tía cariñosa fue a saludar al esposo, en cuya casa había innumerables libros. Lo felicita sorprendida. Él le cuenta que eran de Eva y la invita a tomar un libro para llevarse de recuerdo. Mi tía M.A eligió un título. Grande fue su sorpresa cuando llegó a casa y se acomodó. El texto tenía una dedicatoria: “Eva que disfrutes leyendo en la tranquilidad de tu hogar. Con cariño M.A” Ese día mi tía comenzó a leer su recuerdo, el de Eva y también la novela.
Así, cuando releemos un libro también releemos parte de esos marcos temporales y espaciales, que nos ayudan a construir el sentido de la lectura constantemente, a partir del relato de los recuerdos propios y de los demás. Aunque podría pensarse que el ejercicio es el mismo, los significados han aumentado. Vale decir, el significado de la primera lectura nunca será idéntico al de la segunda, pues están condicionados por los elementos nuevos que manejamos como lectores: conocimientos, juicios, emociones, condiciones socioculturales. El inconsciente despierta aquello dormido, a su antojo y nos da una segunda posibilidad de significación.
Podríamos, entonces, entrar con absoluta conciencia a esa máquina del tiempo gratuita que es un libro viejo para asomar la cabeza al pasado. Yo cada cierto tiempo vuelvo a los Poemas universales de mi madre, con la emoción, con la felicidad clandestina de la que habla Lispector. Revivo el deseo con el que amaba a nadie a los doce años, mientras una radio a pilas triste ambientaba cómplice la lectura desde la cornisa. Vuelvo allí, a encontrarme no con los versos, sino con el amor infante que no encuentra continente. Tal vez porque en el fondo deseaba ser esclava de un amor impetuoso y ardiente como el de Efrén Rebolledo o dirigir con precisión la caricia perdida de Alfonsina Storni. Ahora ya sé de qué trata el asunto, pues sólo en la relectura de la adultez los versos encontraron rostro, encontraron amante.
Dejo hecha la invitación, entregarse a un libro viejo -con ojos de niño (como decía un profesor)- a una nueva posibilidad de interpretación.
Pamela Cárcamo del Río
Facultad de Educación, Universidad Autónoma de Chile