Vivimos episodios de extrema violencia al interior de los recintos educacionales y espacios públicos. No son, desafortunadamente, hechos aislados: recién una joven en Talca fue apuñalada y un joven sufrió agresiones graves. Se reiteran noticias de grescas con golpes, amenazas y burlas. Grupos de estudiantes imponen códigos de adhesión, nutridos en secretas páginas de internet, donde está presente, a veces, la droga, además de la entrega perturbadora de una visión oscura de la vida, que inculca desolación, aburrimiento y tristeza.
Situaciones peligrosas han sucedido en las escuelas y calles del país. No ha sido fácil la llegada al colegio de los estudiantes en presencia física, tras vivir aislados a causa de la pandemia. Los profesores, en algunos casos, han sufrido agresiones de alumnos. Niñas y niños taciturnos, cuyas conductas extrañas ponen en aprieto a padres y educadores, no encuentran motivos para vivir, sumergidos en ensoñaciones y abstraídos de la realidad. El cuadro descrito inquieta. Los profesionales en salud mental están desbordados. Pocos niños y niñas pueden acceder a la asistencia y seguimiento de las patologías que irrumpen.
¿Qué produce este malestar tan temprano, hasta adquirir una disposición vital de hastío, congoja e irreverencia a lo recibido? ¿Son efectos de la pandemia, que arrinconó a los niños y los sumergió en lo virtual, privados del contacto físico, la compañía, el aprendizaje común? ¿Qué herramientas fueron entregadas a los educadores y padres, para encarar los tiempos de tantos trastornos? ¿Qué ausencias han padecido?
Las preguntas pueden multiplicarse al mirar la cruda realidad y así, abrumarnos. Pero los hechos de violencia escolar son síntomas de algo más profundo que acontece a las nuevas generaciones. ¿Desintegración del espíritu? Lo claro, es que los parámetros habituales con los que se enfrenta la educación revelan ser insuficientes. Es necesario hacer un ejercicio de reflexión con otras categorías, sin la confianza enorme en la tecnología… ¡Es la vida humana! Ésta hay que verla desde diferentes perspectivas: psicológica, pedagógica, sociológica, política, filosófica, religiosa y cultural. Una visión integral, permite cierta orientación para abordar los cambios profundos y rápidos de la época que revoluciona el ser, vivir y sentir. Para ello se necesita atención a lo esencial, desprendimiento y libertad.
Los niños y niñas de la era virtual de pantalla y celular al alcance, están expuestos a un conjunto de fuerzas, pensamientos, modas, modelos y estereotipos. Imágenes cautivantes suscitan en ellos modos de vida y lenguaje completamente extraños al de los padres y educadores. Mediante juegos ingresan a la pantalla con ingenua curiosidad, sin advertir los peligros de caer en plataformas turbias, derechamente dañinas, que ponen en conflicto la propia existencia. A la rebeldía natural de la adolescencia por la que se adquiere la independencia y la madurez, se suma una rebelión insana y perturbadora, que cultiva el desprecio por la vida, hasta producir deseos de muerte y suicidio… Esto debe alertar a padres y educadores que, ante los nuevos recursos de la era digital, se encuentran indemnes, al ignorar por qué senderos los hijos navegan…
Únicamente la compañía, el vínculo afectivo y la vigilancia esclarecida, contribuirá a conseguir una conciencia de discernimiento lúcido, firme y amoroso, que preserve a los hijos del veneno mortífero ofrecido en la maraña de internet y los medios digitales. Es tarea irrenunciable de padres y educadores, pero que incumbe a la sociedad entera.
Corresponde renovar las razones para vivir, las razones para la esperanza y las actitudes en la educación. Siguen, pues, vigente, preguntas radicales: ¿dónde están las fuentes del Espíritu Creador, que ilumina y fortalece los caminos de la fe y el sentido trascendente de la vida? Queda la misión en tiempos de grandes trastornos físicos, morales, espirituales y religiosos, de encontrar en forma fresca la senda que acierte en la verdad, el bien y la belleza.
Horacio Hernández Anguita