En octubre de 2019, hace ya más de 3 años, el humo de los neumáticos en las barricadas, el resplandor de las llamas en las iglesias y el aullido de las sirenas policiales en las calles fueron olidos, vistos y oídos por los prohombres (y mujeres) de la política criolla como clarísimas señales del disgusto y decepción popular con el sistema que había regido Chile los últimos 30 años. Y, sagaces, concluyeron que, la única manera de superar la crisis e impedir que los bárbaros derribaran las puertas, era cambiar la Constitución. Por eso, presurosos, aquellos próceres sacrificaron una noche de sueño y el 15 de noviembre de ese año suscribieron el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución.
Dicha declaración, porque finalmente fue sólo eso, una declaración, señalaba que, en vista de la ira y saña callejera y para evitar que fuera derrumbada la sociedad toda, había que cambiar las reglas. La Constitución era la causa, la fuente de todos los males, les dijeron los políticos a las gentes. Y el pueblo (los pueblos, se decía en esos días) entendió. Si la Constitución es el problema, pues había que cambiarla por otra “más mejor”. Todos nuestros males, del cuerpo y del espíritu, se superarían con una nueva Constitución. ¿Cómo no lo vimos antes? decía la gente. El remedio estaba frente a nuestros ojos.
El resto es historia conocida.
Algunos disfraces, varios sahumerios, muchas groserías, una ducha, desaires a la Bandera e Himno Nacional y, sobre todo, artículos delirantes. El maritorio, los seres sintientes, el derecho a la vida de los árboles y el aborto libre de seres humanos, la protección de los perritos callejeros y la eutanasia para los ancianos. Las aguas liberadas de las pérfidas hidroeléctricas, las tierras expropiadas a los usurpadores de siempre, los territorios indígenas completamente autónomos (pero con subsidios estatales), la educación estatizada… y muchas cosas más. ¿Guardó Ud. algún ejemplar del Proyecto? Hay que preservarlos. Más todavía si es de los que están autografiados por el Presidente. Será una rareza histórica. Como esas monedas con dos caras iguales o las estampillas impresas al revés.
¿Quién se acuerda ahora del remedio que curaría todos nuestros males? ¿Sabe Ud. en qué va la negociación de los bordes que habrán de circunscribir el nuevo proyecto? ¿Cómo va a quedar la Comisión que velará por el cumplimiento de los bordes aquellos, y que nadie se pase de la raya? ¿Cómo se hará el nuevo intento? ¿Quiénes serán los farmacéuticos que elaborarán la receta milagrosa? ¿Alguien sabe algo de todo esto?
La receta, espero que lo hayamos aprendido, debiera estar hecha con un buen poco de inclusión, bastante crecimiento económico, harto de derechos individuales fortalecidos, una porción generosa de igualdad de oportunidades y, no debemos olvidar, honestidad política y visión de futuro, los ingredientes más escasos en este preparado magistral que seguimos esperando que elabore alguien.
Yo, que presumo de estar informado, debo confesar que me perdí hace un rato. Y percibo que el pueblo, el destinatario final de todos estos esfuerzos, hace mucho más que perdió el interés. Las encuestas todavía dicen que la gente quiere una nueva Constitución. Pero ya es una de esas respuestas políticamente correctas. Como que no se vería bien que alguien dijera que el tema constitucional ya no le interesa. Que las urgencias del hoy absorbieron los propósitos del pasado. Pareciera que la gente se convenció que aquel Acuerdo, del que este martes se cumplirán tres años, ya no es tan esencial. No por haber solucionado nuestras dolencias, que persisten. Sino porque, nos dimos cuenta tristemente, el remedio era el equivocado. Los males y padecimientos que tenemos no se solucionan con el elixir mágico de la nueva Constitución. Más aún, no existe un brebaje portentoso que haga salir el mal y entrar el bien. Lamentablemente.
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho