Cuando niño acompañaba frecuentemente a mi abuelita a misa. Y recuerdo haber observado, extrañado, cómo ella se golpeaba el pecho cuando recitaba una oración que se llamaba “Yo pecador”. Y repetía, varias veces, “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. Mi asombro tenía que ver con quién era ella, una mujer santa, como todas las abuelitas, a quien yo jamás podría imaginar cometiendo pecado alguno. Esos, los pecados, tenía otros imputados: si eran leves, seguro los había cometido yo. Y si eran graves, fijo que mi abuelo había sido, pero mi abuelita, jamás.
Una versión nueva del “Yo pecador”, más libre y acorde a estos tiempos, pareciera estar poniéndose de moda estos días en Chile. Porque advierto que son muchos, tantos que no los puedo contar, que se están arrepintiendo y, contritos, confiesan su culpa y sus ganas de enmienda. Escriben columnas, envían cartas a los diarios, ofrecen conferencias o declaran ante los medios, reconociendo su culpa, golpeándose el pecho y asumiendo su error. Búsquelos. Cada vez son más.
Porque ¿cuántos de los que votaron “apruebo” en el último Plebiscito siguen convencidos que esa fue una buena opción? ¿Cuántos de aquellos, que con la misma convicción marcaron un nombre que les parecía adecuado para redactar el proyecto de nueva Constitución, hoy están arrepentidos de haberlo elegido? Sin duda alguna afirmo que, de hacerse hoy aquella elección de Convencionistas, los escogidos serían otros. Ud. mismo, paciente Lector, ¿está conforme con la labor hecha por aquel que escogió? ¿Seguro que no lo cambiaría? En Estados Unidos, baluarte del emprendimiento, cada tanto aparecen poleras con divertidas frases que comienzan con “Yo no tengo la culpa, voté por…” enrostrando a otros los desaguisados que permite la democracia, el menos malo de los sistemas, por cierto. Si hoy preguntaran a los británicos por el Brexit, serían muchos menos los que apoyarían tal opción. Y qué decir de los electores de Bolsonaro, o los de Castillo. Tal parece que es el tiempo de los arrepentidos. Hay muchos proverbios, sabiduría popular que le dicen, dedicados a ellos: que arrepintiéndose se salvarán, que así merecerán el cielo, que más vale arrepentirse que quedarse con las ganas, etc. Porque, si bien Edith Piaf cantaba aquello de “Je ne regrette rien”, tal parece que nadie le creyó.
¿Es bueno arrepentirse? En política ocurre a cada rato, sólo que no siempre se admite la culpa o el yerro. Más bien se atribuye a malas interpretaciones, a sacar de contexto, a circunstancias imprevistas. Son pocos los políticos que se atreven a hacerlo de manera abierta y explícita. Y, cuando lo hacen, casi siempre es más por conveniencia que por aflicción. Es que cuesta quemar lo que se ha adorado y, más todavía, adorar lo que se ha quemado. Conversos les llaman. ¿Puede la ciudadanía convertirse? ¿Puede arrepentirse de haber hecho lo que hizo y recular? ¿Podrían los británicos decir que se equivocaron con el Brexit y volver a la Unión Europea? Difícil. Tamañas decisiones apelan a la responsabilidad ciudadana, a la seriedad con la que se opta, a pensar antes de marcar el voto. A medir las consecuencias y pensar que, a veces, es preferible una situación difícil, pero conocida, que una promesa de mejoría inasible, aleatoria y eventual.
En nuestro país, el mayoritario rechazo a una institucionalidad a quien se culpaba de inequidades e injusticias innegables llevó a la ciudadanía a decidir que había que cambiar la Constitución, como si la Ley hiciera a los hombres, y no al revés. Y luego, a elegir un centenar y medio de gentes diversas, como el pueblo mismo, a quienes se confió la tarea redactora. El ardor refundacional, exaltado y maximalista con que acometieron la misión debe haber sido la primera señal de alerta. La intolerancia, el sectarismo y la ignorancia debió ser la segunda. Y las desatinadas propuestas normativas que hoy desbordan las comisiones con escasa coherencia, juridicidad y reflexión ha sido la señal definitiva que ha llevado a muchos a comenzar la senda del arrepentimiento.
A ellos, a los arrepentidos, recomiendo remembrar su lejano catecismo y repetir, con sincera contrición, el “Yo pecador” que, por mucho menos, oraba mi abuelita. Repitan: “Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. Alguien los escuchará.
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho