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ISÓCRATES Y LAS LEYES por Rodrigo Biel Melgarejo

Isócrates, que nació 400 años antes de Cristo, sostenía que las leyes por sí solas no mejoraban al Estado ni tampoco a los ciudadanos, agregando que “si eso fuera así, sería fácil transmitir mediante la letra de la ley el espíritu de un Estado a todos los demás”.

Ha corrido mucha agua bajo los puentes y el hombre nuevo sigue pensando que la ley lo soluciona todo.

Nuestro país y quizás todo nuestro continente, ha hecho de la ley un verdadero fetiche. Ocurre un hecho cualquiera y de inmediato los políticos, la prensa y la comunidad, sostienen como sabios doctorales “que faltó una ley y que hay que dictarla” o “si hubiera existido una ley no habría ocurrido tal hecho”. Consecuencia de aquello, se “fabrican” leyes viscerales para casos particulares, que serán de aplicación general, momento en que surgen los problemas de aplicación, pero ya es tarde para el legislador.

Lo lamento Isócrates, tanto afanarse para nada, “araste en el mar”, como se diría muchos siglos después de tu muerte, a propósito ¿habrás sido tú el primero que murió a consecuencia de una huelga de hambre?

Este mismo filósofo, cuando añora la democracia instituida por Solón, refiere: “se trata de la democracia que los Treinta Tiranos anularon (….) polarizaron las relaciones sociales provocando el conflicto”, explicando que la decadencia de esa democracia ejemplar sobrevino cuando la libertad fue alterada y confundida con el libertinaje: «se toma a la democracia como insolencia, a la libertad como desorden, a la igualdad como imprudencia en el discurso y a la felicidad como licencia para hacer lo que a cada uno le plazca”.

Y si bien en el Areopagítico afirma que los mejores ciudadanos se producen allí donde se respetan más las leyes, añade: “Las leyes escritas no es lo que hace aumentar la virtud, sino las costumbres cotidianas (….) es evidente que donde hay un gran número de leyes muy precisas, es señal de que el Estado está mal gobernado. Se dan casos de que los hombres tratan de construir diques contra la proliferación del delito expidiendo una gran cantidad de normas. Pero los hombres que están bien gobernados no necesitan llenar los pórticos con leyes escritas, sino sencillamente fijar la justicia en los espíritus. Porque los Estados no se gobiernan por decreto, sino inculcando buenas costumbres, y quienes han sido mal educados se atreverán a transgredir las leyes que han sido puntualmente elaboradas. En contraste, los hombres que han sido bien educados estarán dispuestos a respetar incluso los códigos más simples”.

En definitiva, para Isócrates el buen gobierno no es el de las leyes, como tampoco lo fue el control popular sobre los órganos del Estado, poniendo énfasis en el carácter moral del gobierno, sosteniendo que la ignorancia y la pobreza transforma al pueblo en una masa vulnerable, de fácil manipulación por los demagogos quienes le “dicen lo que quiere oír, no lo que debe escuchar”. Si se preguntan ¿qué remedio proponía para evitar la manipulación? No era otra que educar, afirmando que “el rasero para medir el talante de los hombres no es la riqueza o la fuerza, sino el de la cultura”.

Isócrates, entonces, coloca a la inteligencia por sobre la fuerza. Pocos países han entendido que el desarrollo sustentable de un país pasa por una educación de calidad impartida de esa forma.

En el discurso a Nicocles, señala que un buen gobernante, es: “(…) aquel que no permite que la multitud cometa atropellos, pero tampoco que los sufra (…) debes estar atento a que los mejores de entre el pueblo sean objeto de honores, y cuida que los demás hombres no resientan ultrajes a sus derechos”. En un lenguaje actual equivale a garantizar el orden público y hacer respetar los derechos de los ciudadanos.

Prosigue expresando: » (…) En todas tus acciones recuerda que eres un rey y procura jamás hacer algo que esté por debajo de la dignidad de tu rango», y sigue diciéndole  que rechace “a los que nada saben de lo que es conveniente; pues está claro que quien no es útil ni para sí mismo, tampoco será útil para los demás, pero cuando son inteligentes y capaces de ver más allá, tómalos en cuenta y aprécialos, sabiendo que un buen consejero es lo más valioso y lo más raro de todas las posesiones (…).

De cuando en vez, conviene recordar lo que nos enseñaron en clase de filosofía, en mi caso en humanidades; en ese momento era tedioso, no imaginábamos que lo que escuchábamos nos serviría en el transcurso de la vida, para entender al hombre de todos los tiempos.

Rodrigo Biel Melgarejo

Abogado

Docente de la Universidad de Talca

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